En la anterior publicación hablamos de una de las caras de la injusticia, la explotación. En este caso abordaremos brevemente otra de las caras: la violencia.
Young (2000b) sostiene que las instituciones alientan, toleran o permiten que se lleve a cabo la violencia contra miembros de grupos determinados. Dichas instituciones (incluida la escuela), son injustas y deberían reformarse.
Muchos grupos sufren de forma habitual la opresión de la violencia. Sus miembros viven con el conocimiento de que deben temer a los ataques casuales, no provocados, sobre su persona o propiedad, que no tienen otro motivo que el de dañar, humillar o destrozar a la persona. Esto hace que la violencia sea un fenómeno de injusticia, y no solo una acción individual moralmente mala. Además, el solo hecho de vivir bajo tal amenaza de ataque sobre sí misma o su familia o amistades priva a la persona oprimida de libertad y dignidad, y consume inútilmente sus energías (Young, 2000b).
Las primeras investigaciones sobre violencia física y psíquica entre estudiantes se llevaron a cabo en Estados Unidos, Gran Bretaña y países nórdicos a principios de los años 70 (Ruiz, Riuró y Tesouro, 2015), momento en el que empieza a utilizarse el término bullying. Avilés (2006) describe la violencia entre alumnado o bullying como la actividad de tipo agresiva que algunos escolares apoyados incluso por un grupo aplican repetida y deliberadamente violencia física, verbal y social sobre otros/as estudiantes de forma sistemática.
El agresor suele ser un individuo con fortaleza física mayor, con falta de empatía afectiva y sin sentimientos de culpa. La víctima acostumbra a ser de menor fortaleza física, puede pertenecer a minorías étnicas o sociales y tiene una baja autoestima (Arroyave, 2012; Díaz-Aguado, Martínez Arias y Martín Babarro, 2013; Quintana Peña, Wiliam Montgomery, Malaver Soto, y Ruiz, 2010). Trautmann (2008) apunta que el acoso trae nefastas consecuencias para víctimas, agresores y testigos. No debe ser entendido como un problema entre dos personas sino en una totalidad. En consecuencia, el abordaje de este problema debe hacerse desde un punto de vista de la totalidad, sistémico y multidisciplinario (Ruiz et al., 2015).
La violencia en la escuela es habitual tal y como señalan los resultados de las investigaciones de Álvarez García, Álvarez Pérez, Núñez Pérez y González Castro (2010) y Ruiz et al., (2015). Según los resultados extraídos, más de la mitad del alumnado, un 59%, dice haber sido víctima de bullying físico. Respecto al bullying verbal vemos que el porcentaje es superior, ya que un 92% afirma haberlo visto y un 68,5% afirma haber sido víctima (Ruiz et al., 2015). Esto también queda reflejado a través de datos como los del informe Cisneros X sobre violencia y acoso escolar en España (Oñate Cantero y Piñuel y Zabala, 2007), donde se señala que más de 500.000 niños sufren un grado de acoso intenso, el 54% sufren depresión, y el 15% han pensado alguna vez en suicidarse. Estas investigaciones muestran que la violencia aumenta hacia los grupos minoritarios. Por ejemplo, el estudio de la Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (FRA, 2012) con 93.079 encuestados, señala que el 91% de las personas que no son de orientación heterosexual, han sufrido conductas negativas en su etapa escolar.
Es importante señalar como las nuevas tecnologías de la comunicación y su cada vez mayor accesibilidad para la juventud, nos plantean un nuevo escenario para las manifestaciones de acoso y violencia entre iguales, con unos medios y unas formas que van a potenciar el sentido de las agresiones (García Pérez y López Catalán, 2012; Ortega, Calmaestra y Mora-Merchán, 2008). Todo ello provoca ausencia de espacios de seguridad para las víctimas y de tiempos de descanso, anonimato potencial, sentimiento de impunidad de las personas agresoras, mayor sensación de indefensión para las víctimas, aumento exponencial del número de espectadores/as y escasa visibilidad de este tipo de agresiones para los adultos, dificultando la intervención (García Pérez y López Catalán, 2012; Ortega, Mora-Merchán y Jäger, 2007).
Por otro lado, el término violencia estructural (o similares como violencia sistémica, oculta, indirecta o institucional) es más amplio y adecuado de tratar, pues va más allá de las formas de violencia directa, abarcando toda situación en las que se produce un daño en la satisfacción de las necesidades humanas básicas (supervivencia, bienestar, identidad o libertad) como resultado de los procesos de estratificación social (Farmer, 2003; Galtung, 1994, 2003; La Parra y Tortosa, 2003; Wieviorka, 1992).
La Parra y Tortosa (2003) señalan que el término violencia estructural remite a la existencia de un conflicto entre grupos en el que el reparto, acceso o posibilidad de uso de los recursos es resuelto sistemáticamente a favor de alguna de las partes y en perjuicio de las demás, debido a los mecanismos de estratificación social.
Desde la visión de la violencia directa y de la violencia estructural, la escuela tradicional, en general, sería una institución violenta. El histórico Rousseau (1762/1996) señala que toda acción pedagógica es objetivamente una violencia simbólica en cuanto impone, a través de un poder, una arbitrariedad cultural. Lerena (1983) relaciona de la misma forma la violencia con la acción educativa que se desarrolla en las escuelas y que se puede observar a través de los métodos de enseñanza, control de la conducta (premios, castigos, refuerzos positivos…), utilización del lenguaje, etcétera.
La sociedad es violenta, lo sé. Lo más triste es que con escuelas violentas, solo lo perpetuamos y legitimamos.
Sergio Carneros
Referencias de los autores/as citados: Aquí